sábado, 8 de septiembre de 2012

MARINA, ¡MARINA!

Mitrovica, Kosova 2000. Pero quizás fue esta, la más importante de las últimas. En el 2000, entramos a Kosova con Marina. Lo peor había pasado en la región de los Balkanes, por una década, pero serbios y albaneses se disputaban este territorio, y ciudades como Mitrovica (léase Mitrovizza) quedaban partidas en dos, por un río, una calle o la presencia de los cascos azules. Por la ruta se veían casas semidestruídas, a las que le habían plantado la bandera albanesa, roja con su águila negra, emblema de la conquista Mitrovica estaba custodiada por franceses, pero nosotros fuimos con cascos azules argentinos. Logramos que nos dejaran un rato solos para tener testimonios más frescos. "No se ve peligro", arguí. Por la noche solían escucharse disparos que iban de edificio a edificio, y algún francotirador aburrido tirando a algún trasnochado, o quizás enemigo. La topografía en los Balkanes es muy irregular, así que entramos en una suerte de plaza, en la que había un gran almaccén. Allí había un hombre grandote, bien puesto, que parecía ser el dueño de la cuadra. Marina se quedó hablando con su hija que sabía inglés, y yo me fui a ver unos tipos que jugaban billar en la calle, mientras tomaban cerveza. Con el primer scatto ya me pidieron el pasaporte. Eran varios, hacía calor, y si no eran amigable, tampoco se veía una gran foto que ameritara trabajar. - Hvala liepa, nasvidenje. _(muchas gracias, hasta luego), dije en mi primitivo esloveno. Pero un viento feroz, me trajo otro pedido, al darme vuelta. "¡Passport!" Será cuestión de mostrar, total es argentino y seguir viaje. Lo abri del otro lado de la mesa de billar. pero no bastó. Con la mano gordota, y panza de levantador de pesas, me llamó, mientras el resto se cercaba sobre mi, lentamente. Vamos por las buenas. Tomé por arriba el pasaporte, fuerte y lo puse delante de su cara. Transpiraba, él. Yo no sé. - Jaz sem argentinec. - (soy argentino). Pero el tipo quería tenerlo en sus manos. Es suficiente, me dije, media vuelta y antes que el cerco se pusiera durao pasé del otro lado de la mesa. Murmullos y señas, e instantáneamente varios brazos se me interpusieorn. Pasaporte extranjero (útil para salir de estas zonas), una cámara al hombro y otra al cuello, completaban el cuadro que podría convertirse en dinero o herramientas distractivas para estos serbios. Intenté seguir, pero de algún modo me giraron para volver al "capataz", acompañados de algunas piñas en las costillas y los riñones para que entrara en razón, lo cual me costó. Entonces, una patada voladora me pegó detrás de las piernas. No hay que caer, no hay que caer. En el piso estoy servido. Pero fue fuerte y lesiva. Hay que agarrarse de lo que sea. Entonces caí hacia adelante y logré agarrarme de algo fácil. El gordo en músculos, aterricé mi cara sobre su camista sudada. Me enderezaron, y las cámaras ya se se bamboleanban como collares de la Polienesia, no importaban tanto. El pasaporte estaba dentro del pantalón con algo de dinero. Tendrían que buscarlo. Entonces, sabiendo que los cascos azules estaban lejos grité '¡Marina, Marina!", para que intentara buscar ayuda o alguien que se apiade. Eran varios. Volvió el murmullo, pero esta vez más claro. Repetían su nombre: Marina. Entonces salieron todos del almacén. Marina, la joven hija del almacenero: Marina, y su padre. 1Ella se llamaba Marina! Primero explicaron los varios grandotes: pensamos que por su aspecto, y como hablaba mal el serbio, era un albanés infiltrado. Un espía vestido de periodista. Esa vez, Marina me salvó la vida.

Cézaro a los dos añitos. Los padres se empeñan en criarnos con amor y a veces devoción, para que uno salga a exponerse en la vida.

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